Tres en uno
Tres no es igual a uno
Después de siete días de abrazar la almohada y aferrarme a sueños vencidos decidí abandonar mi propia incredulidad. Las horas inventadas ya no eran excusa. Abrí la cortina con la esperanza de otra luz. Solo se colaron dudas disfrazadas de verdad. La indecisión me tomo de nuevo por su cuenta.
Todo empeoró cuando las vidrieras reflejan lo único que me importa en la vida. Los tres repiten los juegos aprendidos desde el vientre. Su alegría y desparpajo desmienten cualquier asomo de aburrimiento. Nada me tranquilizaba más que congelar sus risas en mi mirada. Por ellos y solo por ellos decidí salir de mi oscuridad.
El psicoanálisis se aparta de mi fe y se acerca al laberinto. Su lenguaje es inteligible ante mi dolor.
-No hay opción. dijo Aurora con su serenidad de madre.
Preferí usar la escalera para dar espacio al arrepentimiento. Cada escalón equivalía a deshojar una margarita. Voy o no voy. Voy o no voy. Voy. Llegue al séptimo piso. Era la única en la fría sala de espera. Me senté con el pulso agitado más por el miedo que por la escalada. Veinte minutos después vi salir del consultorio 703 a una mujer tan afligida como yo. A los pocos segundos un agudo llamado,
– ¿Señora Mutis?
Nunca he sido buena para desnudar mis pensamientos. Mucho menos para herir a quien me ama. Lo hice y por eso estoy aquí. La más transparente confesión me hizo vulnerable. En un impulso improbable le dije que no lo amaba. El amor es tan efímero como el silencio del viento. Al menos que su aroma permee tu alma la fragilidad es inherente. Decir “si” a la declaración “Hasta que la muerte los separe” es una suerte de infidelidad con uno mismo. Es una ironía sentir el desamor.
No sabía si en ese lúgubre consultorio las palabras se atorarían en la trampa del olvido. Todo me intimidaba en aquel lugar. El enorme busto de Hipócrates, se sumaba a la mirada inquisidora del doctor Ruiz. Ni la pared tapizada de diplomas ilegibles me daba un ápice de sosiego. Poco a poco salían de mi boca enunciados en forma de relato. Los mensajes incoherentes, tristes, confusos se apagaban con lágrimas. Mi incapacidad para abrazar la tristeza silenció mi voz y me llevó a la huida. Fue tan difícil dejar asomar mi indeterminación. Pasaron meses antes que esta truncada especie de autobiografía tuviera un resultado cuantificable. La verdad absoluta está habitada por las matemáticas.
Usted tiene tres opciones, sólo tres- dijo el psiquiatra
Tres. El número tres saturado de simbologías me aterrorizó. Se necesita de 3 puntos para sostenerse en equilibrio y el me acaba de lanzar al vacío. El miedo a caer se agudizó. Divorcio, infidelidad o tolerancia. Nada podía dejar al azar. El imperativo psicoanalítico me invitaba a la reelaboración y a la confrontación. Uno de tres. Tres o todo. Tres o nada.
No es cobardía sino obediencia. No es resistencia sino incapacidad. No quiero, jamás he decido por mi cuenta ningún final. Veinte años atrás firme un pacto con ilusión y a ciegas. Un juramento derivado de la tradición. De la búsqueda de un “status quo” sin mi permiso. Un fracaso anunciado para quien no sabe ser libre. Hay como mínimo tres razones para el matrimonio: la familia, el amor y la seguridad. Las creí. Nadie me habló de los riesgos.
Volví a mi casa, a mi cama, a mi almohada, a mi dolor. Volví a la oscuridad, esta vez con un punto de luz y una terna perversa. Me pesa el cuerpo y los pensamientos me traicionan dejando fuera mi lucidez. Él se acuesta y agudiza mi insomnio. Siento la incomodidad de su respiración. El calor de su cuerpo me ahoga mientras mi piel se deshace en sudor. Cerré los ojos para llamar el sueño. Los recuerdos saltaron desordenadamente formando una maraña indescifrable.
Amaneció antes de tiempo. Intentarlo dos, tres diez y no recordar mi sueño se sumó a mi frustración. La elaboración de una posible decisión no ocurrió esta vez.
Un día más sumida en la depresión. Suena el teléfono para reclamar mi inasistencia a la cita. Suena el teléfono para reclamar mi inasistencia a la cita. Suena el teléfono para reclamar mi inasistencia a la cita. Suena el teléfono.
Despierto y no es mi cama, ni mi ventana ni siquiera mi sombra. La enfermera se asegura de que debajo de mi lengua no queda nada. Luego me conduce a un baño sin puerta sin ventanas y lo peor sin un espejo donde “re-conocerme”. Mis poros sienten rechazo por el lugar, huele a soledad. No hay opción.
Todos se dirigen hacia el mismo lugar así sus cuerpos intenten desobedecer. Miradas extraviadas, pasos tambaleantes, caras colgadas sobre el hombro. Una humanidad invisible para muchos. 300 millones en el mundo existimos para la organización mundial de la salud los “depresivos”. Para el resto y como era mi caso, Marìa sufrió un “burnout”. La vergüenza hay que sentirla cuando la mente se altera. Las enfermedades no corpóreas son irreconocibles.
En el comedor encontré un paréntesis. Margarita protegió mi veganismo pese a no comprenderlo. A los demás les servía el menú diario con el mismo afecto. Era ella quien abría las conversaciones con tintes de monólogos pausados.
Las tres palabras, divorcio, tolerancia e infidelidad me persiguieron hasta el último día. Salí con menos ansiedad y más cicatrices. El desamor no tiene cura.
Me esperaban para cobrarme una decena de abrazos. Les debía además mi verdad. Mi valentía se esfumó. Nos acostamos en el sofá a ver por enésima vez “El Rey León”. Rakiki dice “El pasado puede doler. De la manera en que lo veo, puedes huir de ello o… aprender de ello”.
Me preguntan cuál será el final, como si no lo supieran. Cantan las canciones y se arrullan. Y me arrullan.
Amanece. No era mi cama, ni la de la clínica sino el sofá del “family room”. Ahí estábamos los cuatro, solos compartiendo una verdad.
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